Lo que me hubiera servido saber cuando tenía quince años

 

Por Juliana Quintana Pavlicich 

«No creo que todo tenga que ver con el sexo. Y por supuesto que sos normal. Tenés dieciséis años. No se supone que tengas las respuestas a todo”. Esta cita pertenece a la Dra. Jean F. Milburn, personificada por Gillian Anderson en la serie de Netflix, Sex Education. Milburn, una terapeuta especializada en sexualidad además de ser la madre del protagonista, se convierte en la divulgadora de sexualidad en el colegio Moordale tras un brote de clamidia en la primera temporada. Esto hace que las y los adolescentes se cuestionen lo que se presenta como única verdad y lidien con sus problemas actuales.

¿Qué es lo que hace a esta serie tan maravillosa? Más de una vez, mis amigas y yo, que tenemos alrededor de 28 años, expresamos: “Imaginate lo que hubiéramos hecho con esa información”, o “si a mí me explicaban esto, no me hubiese equivocado así”. La serie nos encanta pero nos hace entrar en una espiral de contrafácticos que no se terminan. Y es que a los dieciséis años, a todas nosotras, que somos blanquitas y privilegiadas, en el colegio nos enseñaron que si tenías relaciones sexuales tu destino podía volverse súmamente oscuro: o te embarazás joven o te morís.

Nuestra generación creció llena de miedos. Miedo a interactuar con el propio cuerpo, a conocerse, a perdonarse y a comunicarse con los demás. Vuelvo todo el tiempo a la figura de Jean para comprender por qué nos gusta tanto la serie. La doctora Milburn, a través de un acercamiento psicoanalítico y con un enfoque feminista de la educación sexual, logra un equilibrio saludable entre los componentes emocionales y sexuales de las relaciones humanas. Sé que ya introduje “la palabra prohibida”, pero quedate un rato más conmigo, lector, lectora, prometo responder tus dudas a lo largo del artículo.

Pensemos por un momento lo que era tener quince años y experimentar las primeras formas de deseo. ¿Qué te pasaba en el cuerpo cuando te gustaba alguien? ¿Dónde encontrabas respuestas a tus preguntas? ¿Las encontrabas realmente? ¿Sabías cómo administrar ese deseo? ¿Sabías siquiera lo que significaba “desear” a alguien más? ¿Alguna vez te explicaron que tenés derecho a decir “no” en cualquier momento cuando algo no te gusta o te incomoda? ¿Que no necesitás “llegar hasta el final” de cualquier situación sexoafectiva si no te gusta cómo avanza la situación? ¿Que es mejor preguntar qué le gusta al otro antes que adivinar y cometer errores en el proceso?

La educación sexual nunca estuvo tan a la altura como en Sex Education, en la que no solo nos muestran el costado vincular de las y los adolescentes sino también el de  las personas adultas, y cómo las segundas abordan con cierta contradicción la educación de sus hijos e hijas. En este artículo voy a tratar de demostrar por qué enseñarles nociones básicas del feminismo a niños, niñas y adolescentes puede mejorar su salud sexual y hasta salvarles la vida. Aquí les va una historia que no es de amor.

Corría el año 2009, yo estaba en noveno grado. Un chico que era dos años mayor que yo me inventó un apodo y me lo gritaba en los pasillos. Moñái. El tercer hijo de Taú y Keraná, uno de los monstruos legendarios de la mitología guaraní. Es un monstruo con cuerpo de serpiente y dos cuernos de colores. Cuando abría la imagen en el monitor de mi Windows 95 (no existía el Photoshop para cortar y pegar), miraba mi reflejo en la pantalla y trataba de ubicar mi cabeza a la altura del Moñái a ver cómo me quedaba. Este pibe, en su programa de radio también se refería a mí como Moñái, y sus compañeras, que en ese tiempo mucho no me querían, se apropiaron también del término.

Con ese grupo, hacer lo que más me gustaba: bailar, cantar y actuar, era un acoso permanente. En su momento, no supe ponerle al fenómeno la palabra bullying. Por un lado, porque mi idea del bullying tenía más que ver con lo que había visto en televisión: grupos de chicas vestidas de rosa que te desterraban de su círculo, o chicos que te sacaban el almuerzo, te humillaban delante de tus compañeros y te metían la cabeza en el retrete. Pero el bullying del que no se habla, el que opera sutil como una cuerda invisible, es el que ahorca.

Uno de mis sociólogos franceses favoritos se llama Pierre Bourdieu. En 1998 publicó un libro titulado La dominación masculina. De él quiero tomar una definición que me sirvió mucho para comprender uno de los mecanismos que perpetúan la relación de dominación masculina: la violencia simbólica. Bourdieu explica que esta violencia simbólica se ejerce esencialmente a través de los caminos puramente simbólicos de la comunicación y del conocimiento o, más exactamente, del desconocimiento, del reconocimiento o, en último término, del sentimiento.

Esto tiene que ver con cómo, a través de categorías del pensamiento, uno se piensa a sí mismo, al mundo y la relación entre el mundo y los individuos. Estas categorías, según explica Bourdieu, no son impuestas, sino que coinciden con las categorías desde las que el dominador define y enuncia la realidad. Se trata de una vía simbólica porque su poder reside precisamente en que es invisible. ¿Qué pasa cuando la violencia aparece como difusa, invisible y silenciosa? Nos volvemos testigos de un proceso de normalización de la violencia.

Por ahora esto es todo lo que voy a decir respecto a la violencia simbólica. Mi historia con el apodo sigue así: Un día, recibí una carta anónima en mi casillero. Era larga y tenía una letra lo suficientemente legible para entender que se trataba de una suerte de “declaración de amor”. Me asustó porque era bastante explícita y parecía venir de alguien que me observaba mucho. Al principio, no se lo conté a nadie porque, en medio de todo esto, había un lío bárbaro en mi grupo de amigas y algunas decidieron hacerme la ley del hielo. Un poco sentía que me lo merecía.

Las cartas aparecieron una tras otra, todos los días por una semana, hasta que el pibe vino a dármela en la mano. Era el mismo que me había inventado ese apodo espantoso. Si aquí pudiera ponerle una pausa al curso de la historia, volvería mil veces para decirle a esa Juli de quince años que se ponía el flequi al costado y usaba pantalón desgastado porque creía que así se parecía más a Avril Lavigne: por acá no es. Tenés derecho a pedirle que deje de molestarte. Tenés derecho a contarle que no te gusta lo que te hizo pasar.

Pero esa Juli le dijo que lo perdonaba y que podían ser amigos. Ese chico no entendió el mensaje. Siguió insistiendo por meses. Yo decidí dejar de salir al recreo para no cruzármelo pero él encontraba la forma de entrar a la clase y sentarse cerca mío y tratar de generar algún tipo de contacto físico incómodo. Yo me culpé un montón por no poder enunciar un “no” contundente, pero años más tarde, ya en mis veinte, hablando con amigas me di cuenta de que a todas nos cuesta dejar de ser complacientes. Esto es lo que nos enseñaron a hacer.

Estaba, entonces, en el festival de rock que organizaba una de las promociones de mi colegio para recaudar fondos. La violencia simbólica se convirtió en explícita: este chico me envolvió en un abrazo que era más bien una camisa de fuerza e intentó besarme en contra de mi voluntad. Mi actitud corporal era claramente la de una persona que quería salir de ahí. Pero no me dejaba. Y aquí llega el momento Sex Education de la historia. No sé cómo, ni por qué, pero en ese momento, una compañera con la que siempre discutía sobre la existencia de Dios, se acercó, le inventó una excusa al pibe y me sacó de ahí.

Ella es como la Maeve de esta historia, ese personaje más avanzado que sabía leer las intenciones en los ojos de los demás. Tenía catorce años pero ya sabía lo que era el consentimiento. Y yo era Aimee, inmadura y complaciente. A mí me tomó 10 años más acercarme a esa idea y comprender que durante siglos, este sistema contribuyó a posicionar a las mujeres desde un diferencial de desprestigio en relación a los hombres, construyendo un contexto de vulnerabilidad que hoy se enuncia como violencia de género o violencia machista. Y que eso también es feminismo.

Y todavía más años me tomó comprender que no se trata solo de “hombres” y “mujeres” sino de lugares de poder. Como en el bullying, donde hay una búsqueda por reafirmar prototipos de masculinidad o como en el acoso, donde los roles de género y las identidades juegan un papel preponderante en la generación de brechas y asimetrías. Los modelos de referencia en los que se apoyan los medios de comunicación, así como las pautas de comportamiento que proyectan, contribuyen a perpetuar el orden establecido al mismo tiempo que tienden a reforzarlo.

Ok, Juli, esto tiene que ver con el feminismo, ¿pero qué tiene que ver con la educación integral de la sexualidad? Vivimos en un país que  mantiene desde el 2013 hasta el 2019 un promedio de dos partos diarios de niñas de entre 10 y 14 años, como resultado de los abusos sexuales. 2.273 adolescentes de entre 15 y 19 dieron a luz por segunda vez y 280 adolescentes de 15 a 19 años dieron a luz por tercera vez y más, según los datos de La Infancia Cuenta Paraguay (ICP) 2020.

El servicio Fono Ayuda 147 del Ministerio de la Niñez y la Adolescencia (MINNA) registró entre 2014 y 2019 un incremento del 76% en la recepción de notificaciones de vulneración de derechos de niñas, niños y adolescentes; pasando de 3.357 llamadas en el 2014 a 5.912 casos denunciados en el 2019 y alcanzando 5.060 en 2020. Las instituciones educativas son un eslabón clave en la identificación de vulneración de derechos de niñas, niños y adolescentes, y la pandemia contribuyó a que parte del sistema de protección no funcionara.

En cuanto al acceso a la justicia, en todo el país hay un promedio de 13 denuncias por día por incumplimiento del deber alimentario: 30,8% de todos los casos ocurrió en el departamento Central. En relación a adolescentes en conflicto con la ley penal, el Mecanismo de Prevención de la Tortura denunciaba en su informe de 2020 que las torturas y malos tratos prevalecen dentro del “sistema de castigos” de los centros educativos. Solamente un 22,8% de adolescentes en privación de libertad en 2020 contaba con una condena. 

A veces es más fácil leer números tan crudos como estos que empatizar con las feministas que salimos a las calles a exigir igualdad de derechos. Para todos y todas. Para todes. Con esa E incómoda, inclusiva que molesta. Con esa E de empatía que tiene tres puntas y tres filas paralelas como la de los cuerpos abrazados, como la de los dedos cuando se entrelazan. No sé si ya a esta altura te perdí, lector, lectora, porque estás comenzando a descubrir cómo pienso. Pero para que te quedes tranqui, esta definición del feminismo no es algo que digo yo.

Rita Segato, escritora, antropóloga y activista feminista argentina considera que la masculinidad es un mandato que exige a los varones que constantemente pongan a prueba sus atributos: potencia bélica, potencia sexual y potencia económica. “El mandato de masculinidad es un mandato de violencia, de dominación. El sujeto masculino tiene que construir su potencia y espectacularizarla a los ojos de los otros. O sea, la estructura de la masculinidad, la estructura de género, la estructura del patriarcado son análogas a la estructura machista. Son como el guante a la mano. El mandato de masculinidad le dice al hombre que espectacularice su potencia ante los niños, ante los compañeros, ante los primos, ante los hermanos, delante de los ojos del padre, en sociedad”, expresa.

Para Segato, la relación entre varones expresa este mandato de masculinidad y las mayores violencias, sobre todo, hacia las mujeres y niños. Ocurren cuando los varones están en bandas, porque es algo que tiene que ser demostrado: la capacidad de crueldad ante los ojos de los otros, de los pares, de lo que Rita llama la “cofradía masculina”. Hago una pausa aclaratoria para quienes se sienten atacados con esta afirmación: No, no son todos los hombres y no, el feminismo no busca demonizar a los hombres, tampoco busca lesbianizar a la población.

Pero si queremos ponernos concretos: de acuerdo al Observatorio de Violencia de Género del Centro de Documentación y Estudios, en Paraguay de enero a noviembre de este año hubo 52 femicidios. Esos son cincuenta y dos asesinatos de mujeres motivados por el odio, el desprecio, el placer o el sentido de pertenencia de las mujeres. Entonces, ¿estamos fabulando las feministas? ¿O en serio las mujeres vivimos rodeadas de una violencia sistemática y estructural invisible?

Vuelve a aparecer esa palabra… invisible.

Esta semana, autoridades nacionales entre las que se encontraba Teresa Martínez, Ministra de la Niñez y la Adolescencia en el país, presentaron un estudio titulado Invisibles a plena luz. En él exponen que más de 16.000 niñas y adolescentes conviven con un hombre adulto. El estudio demuestra que hay una estrecha relación entre las llamadas “uniones tempranas” (las mujeres, por ley, pueden casarse desde los 14 años y los varones desde los 16), el embarazo adolescente, la pobreza y la deserción escolar.

Gladys Larrieur, ginecóloga infantojuvenil y adolescente y jefa del departamento de Ginecología del Hospital de Niños Acosta Ñu me dijo que hay que romper con la desinformación que empieza desde abajo. “Si los y las pediatras acercaran el conocimiento a las familias, estas podrían enseñarles a sus hijas e hijos a valorar el área genital y enseñarles acerca de los cuidados que deben tener. Pero no solo eso, sino también de respeto, de los límites del consentimiento y de disfrute de la zona genital. Todo eso es algo que tiene que ir cambiando pero tiene que ir desde abajo”, expresaba.

La salud social, emocional o mental de los niños y niñas alrededor del mundo se vio afectada por la pandemia. En Paraguay aumentaron los casos de maltrato infantil y violencia intrafamiliar además de los intentos de suicidio en la población de entre 15 a 24 años. La Dirección de Vigilancia de la Salud detalló que el 35% de los suicidios ocurren en esta franja juvenil (523 hombres y 191 mujeres), y en el grupo de 25 a 44 años, ocupa el 33% de estas muertes.

Lourdes Zelaya, psiquiatra y ex titular del departamento de Salud Mental del Acosta Ñu describió la importancia de enseñar a los niños, niñas y adolescentes el significado de una caricia y la distinción entre una caricia y un tacto que incomoda. Así como también el valor de contarle a alguien cuando están pasando por un mal momento y que pueden recibir ayuda. “Nosotros hablamos del impacto que tiene la violencia en el cerebro del niño y tratamos de explicar a los padres qué pasa cuando un niño está sometido a una situación. Por ejemplo, ser testigo de violencia de pareja debería ser considerado un tipo de maltrato infantil”, apunta.

En los casos de maltrato infantil, sin importar el tipo, en un 18% las víctimas repiten las conductas violentas. Eso está científicamente comprobado (no lo digo yo, lo dice la ciencia). Por otro lado, pueden tener trastornos de personalidad, depresión, psicosis, estrés postraumático, abuso de drogas, maternidad temprana, disfunciones sexuales. Las consecuencias son altísimas, y a nivel cerebral, como el cerebro es la centralita del organismo, debido a sus conexiones también se afecta el sistema inmunológico. Por lo tanto, ese niño o niña tiene una predisposición mucho más alta de sufrir infecciones, su expectativa de vida baja, y además tiene un altísimo porcentaje de intentos de suicidio.

Esperá, lector, lectora, hay más. Cuando se discutió el nuevo Plan de la Niñez y la Adolescencia 2020-2024, un sector de padres, preocupados por el devenir de la educación de sus hijos e hijas, planteó que se estaba queriendo instalar una “agenda LGBT” desde el Ministerio de la Niñez y la Adolescencia. Y entiendo por qué las familias creen que necesitan proteger a sus hijos e hijas, lo único que conocen acerca del feminismo y los colectivos de la diversidad sexual y de género es lo que representan los medios de comunicación en nuestro país. Tal vez creen que la educación con enfoque feminista de los niños y niñas los podría convertir en depredadores sexuales o en víctimas de depredadores sexuales.

Y esto no es culpa suya, sino de las instituciones, como los medios de comunicación, y como un Estado que no se ocupó de sancionar leyes anti-discriminatorias o de identidad de género. Paraguay sigue siendo el único país del Mercosur sin una ley contra toda forma de discriminación, y los transfemicidios no están incluídos en la ley N° 5777 de protección integral a las mujeres, contra toda forma de violencia. Entonces sus muertes no cuentan.

Hace un año, con mi amiga y colega Romina Aquino escribimos esta nota, y en la entrevista, la Ministra de la Niñez y la Adolescencia, Teresa Martínez, sostuvo: “Si la cultura que vamos a cambiar es la violencia, pues tenemos que cambiar. No podemos seguir permitiendo que los niños sean objetos de propiedad de los padres para todo tipo de abusos y explotación”. La patria potestad cambió entre los años 2000 y 2001 con la creación del Código de la Niñez y la Adolescencia e implicó un cambio conceptual muy importante. 

Josefina Ríos, de Familias por la Educación Integral en el Paraguay (Feipar) nos decía: “Nosotros tenemos una cultura tradicional que ha considerado siempre a los hijos como propiedad de los padres. Ese concepto cambia cuando se le empieza a mirar al niño como un sujeto de derechos, y al ser un sujeto de derechos, mis derechos terminan donde empiezan los tuyos”. 

¿Quiénes son los actores?, se preguntaba Rubén Urbieta, de Feipar. Los propios niños, los jóvenes, las instituciones públicas, las oficinas que atienden, los que les dan servicios a niños, niñas y jóvenes, la familia. Pero, en general, es básicamente un acuerdo mínimo. “Los abusos, la violencia, el exceso de drogas, abuso sexual”, seguía Rubén, “hay en todos lados, sean ricos o pobres. Ahí es donde un plan o una ley juegan un rol fundamental. Hay acuerdos mínimos que tenemos que lograr entre un extremo y el otro”.

Creo que aquí tocamos uno de los puntos de inflexión: el problema es que en lugar de entendernos nos antagonizamos. Lector, lectora, llegó el momento de confesarte algo que no es ningún secreto: soy feminista. Soy feminista porque creo en que un lugar con acceso a la tierra, la salud, la educación y el trabajo es posible para todos y todas. Pero también el acceso a la cultura, al arte, al pensamiento crítico.

Soy feminista porque no quiero que ningún otro niño o niña pase por discriminación racial, étnica, o de género. Porque quiero que se terminen los crímenes de odio hacia los colectivos LGBT+. Porque quiero que los y las adolescentes manejen toda esa información que yo, en su momento, no tuve. Y que hagan con ella lo que deseen. Porque quiero ver a mis amigas y amigos convertirse en grandes profesionales sin sentir que su género y su identidad son obstáculos para alcanzar sus metas personales. Porque siento, desde lo más hondo de mi corazón, que esto no solo es algo que quiero sino que es posible

El 25 de noviembre es el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer y mujeres diversas de distintos puntos del país se congregan para exponer las violencias visibles y las invisibles y para plasmar un mensaje sobre las consecuencias de las violencias que sufren las mujeres. Pero no solo marchamos por nosotras, también por y con las poblaciones marginalizadas, también por la erradicación del mandato de la masculinidad y el maltrato infanto-juvenil.

La educación sexual integral es una de las llaves para lograr que nuestra sociedad cambie y no solo que la gente reconozca los derechos de las mujeres sino también la existencia de las personas de la diversidad sexual y de género y que la sociedad celebre esta diversidad, que suma y enriquece. La protección del Estado y el cambio que produce la ley en el imaginario social nos pone en una posición de ciudadanos y ciudadanas con los mismos derechos.

Mientras escribo este artículo, en algún lugar hay una adolescente que no sabe cómo decirle a su novio que no le gusta cómo la besa cuando está delante de sus amigos. Hay un pibe que resuelve todas sus dudas mirando pornografía. Hay una niña que piensa que es gorda porque en el colegio se burlan del talle de sus pantalones. Hay un niño al que le gustan otros niños pero tiene miedo de decepcionar a su familia. Lector, lectora, no te sorprendas si te digo que esto no es ficción. Sino que es real y que, alguna vez, también nosotros fuimos estos niños. 

Juliana Quintana 
Argenguaya y periodista migrante.

Soy Licenciada en Comunicación Social, por la Universidad Austral y Magíster en Periodismo de Investigación, por la Universidad del Salvador. Soy periodista de El Surtidor y La Precisa y corresponsal de noticias LGBT en Agencia Presentes en Paraguay. Desde el 2016 investigo a la violencia obstétrica y me interesa la cobertura ciencias, géneros y diversidades LGBTIQ+. Fui becaria de Cosecha Roja y de la 5ta generación de jóvenes periodistas en Distintas Latitudes. Organizo el Slam de Poesía En Voz Alta en centros culturales desde el 2017
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